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La Señora

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La Señora Beatriz de Bobadilla, Señora de Gomera y Fierro

La versión completa está ilustrada con cerca de 40 fotografías de Teresa Correa, Rafa Avero y Guillermo Guerra

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La Señora

Beatriz de Bobadilla Señora de Gomera y Fierro

 

Para alejarla de la corte y de sus amoríos con el rey Fernando, Isabel la Católica amañó su boda con Hernán Peraza, señor de Gomera y Fierro. De paso, la corona de Castilla sellaba una alianza con los Peraza y los Herrera, intitulados Reyes de las islas de Canaria, para terminar la conquista de las tres — Gran Canaria, La Palma y Tenerife — que aún permanecían ˝salvajes e insumisas˝.

Aquel destierro sumergió a Beatriz de Bobadilla, conocida como La cazadora, en un mundo por hacer, violento y cambiante, lejos de la corte y de la refinada violencia de las intrigas amorosas. Allí fue testigo de la rebelión de los gomeros, del asesinato de su marido a manos de los rebeldes y la posterior represión a sangre, fuego y esclavitud. También fue presa de los celos, testigo de conjuras, cómplice y ejecutora de crueles asesinatos. Y cómplice también del enigmático aventurero que abrió una nueva ruta a oriente navegando, desde su isla de La Gomera, hasta poniente.

Una historia de supervivencia al borde mismo del fin del mundo. Y en la puerta del nuevo.

Beatriz de Bobadilla (1462-1501), una mujer con raíces en el medievo y alma renacentista que marcó la historia de Canarias. Educada para la vida fácil de la corte, se transformó en una fuerte gobernadora de su mundo, de sus sentimientos y de su vida.

 

RESEÑAS

CARLOS ÁLVAREZ Y SU SEÑORA

Faustino García Márquez

Para su última novela, “La Señora”, Carlos Álvarez ha elegido como protagonistas a un personaje y un tiempo insólitos, atados por un mismo vértigo. Durante los escasos 18 años en los que discurre la narración, mientras Beatriz de Bobadilla habitó entre nosotros, los canarios, vivieron las Islas una intensa y rápida cadena de cambios. Desde que llega Beatriz, con 20 años de edad, hasta que muere a los 38, las Islas dejan de ser el fin del mundo europeo, con el hallazgo de América, pero se convierten en el fin del mundo aborigen, con la conquista de las tres últimas islas. Una conquista que, como casi todas, oculta una guerra civil poblada de héroes y traidores, quiméricos y pragmáticos, antiguos y modernos, en suma, resistentes y colaboracionistas. Porque sin resistentes no habría habido guerra y porque sin la colaboración de una parte de la mayoría conquistada no habría habido conquista, por muy avanzada que fuera la técnica de matar de la minoría conquistadora. Y ese es el tiempo de la novela, un tiempo de cambio, de alumbramiento y de oscuridad, un tiempo estremecedor y difícil, muy difícil de contar, porque las guerras civiles y el principio y el final del fin del mundo son sucesos que no terminan nunca, que se arrastran a través de la historia, reviviendo y revolviéndose una y otra vez durante siglos, entre llantos y cánticos, homenajes y reproches, banderas y pendones, en un inacabable ajuste de cuentas. Un ajuste que llevó a dos señores tan sabios y tan serios como Antonio Rumeu de Armas y Alejandro Cioranescu a romper su amistad por un quítame allá un amante de Beatriz, 500 años después. No les extrañará, por tanto, que la mitad de mi generación, que siempre fue mucho menos seria que la de Rumeu y Cioranescu, aprendiera la Historia de Canarias tirándosela a la cabeza a la otra mitad.

El problema de los isleños contemporáneos de Beatriz no fue aprender la Historia, sino destruir su propia memoria, tras recibir la inesperada y contundente visita del Renacimiento europeo y soportar el salto mortal y medio desde el neolítico a la modernidad. Intentarían conservar la lengua y la cultura de sus antepasados, el conocimiento acumulado por generaciones; pero se verían finalmente obligados a olvidar, para que sus hijos y sus nietos pudieran sobrevivir, miméticos y desapercibidos, envueltos en la lengua y la cultura de conquistadores y colonos. Pero la desmemoria tiene un precio, y fue arrinconando a los aborígenes, como lo hicieron los nuevos dueños de la tierra y del aire y de los ganados y de ellos, hasta que olvidaran sus propios nombres, hasta que no recordaran lo que significan los signos grabados en el basalto, hasta que el hermoso tejido de su lengua cayera roto en mil pedazos y apenas quedaran unos cuantos gajos, el leve hilo de las palabras sueltas que describían cosas que los otros, los nuevos, no conocían: lugares, plantas, animales, alimentos.

Hasta que se desvanecieran en la Historia, como fantasmas. Pero, como dice la cantata de otro mencey resistente, no desaparecieron; sólo se hicieron transparentes, esperando el tiempo en que pudiéramos encontrarlos de nuevo en nosotros, en que pudiéramos sentirnos de nuevo orgullosos de ser ellos, o de no serlo y reavivar así, una vez más, la incivil guerra. Y aunque sigamos sin recordar las voces en el aire y los signos en las piedras, al menos recuperamos retazos de memoria.

Para dar sentido a esa memoria troceada y construir una narración verosímil, Carlos Álvarez cose los pedazos de la historia sobre una sólida y atractiva trama literaria en la que siempre podrán adivinarse los hilos de una guerra civil, pero que no caerá nunca en el ajuste de cuentas: le toca al lector pensar su propia Historia. Y esto no es frecuente en las novelas históricas canarias e incluso en nuestra Historia académica, donde no es raro tropezar con autores más o menos decimonónicos que toman partido y hablan de “los nuestros” al tratar de los europeos o, con menor frecuencia, de los aborígenes, para terminar convirtiendo la dura realidad de la conquista y colonización en una idílica mezcla de razas y fluidos corporales o, por el contrario, transformar la novela o la historia en un panfleto rebosante de odio y, otra vez, de fluidos corporales.

Tampoco es tarea fácil evitar el recurso a la monstruosidad y a la inhumanidad. Solo Pedro de Vera quedará algo apartado de la narración, en una hosca penumbra, pero la novela no oculta la cara feudal, justiciera e implacable de Beatriz, ni la codicia y soberbia de Hernán Peraza o la ferocidad y alevosía de Alonso de Lugo, sin que por ello el autor los reduzca a monstruos. No son personajes; son personas que tienen sentimientos y experimentan emociones, por más que nos resulte difícil de asimilar cuando en el centro del tiempo de la novela está el hecho más espantoso de entre los aterradores sucesos de la conquista: la represión por Pedro de Vera de la rebelión gomera, el asesinato de la mitad de la población masculina y la esclavitud y expulsión de la mitad de la población femenina de una isla oficialmente cristiana, que no había sido conquistada, sino ocupada. Una represión tan minuciosamente cruel y sangrienta como para que ninguna generación gomera pudiera olvidarla, hasta hoy, y para que los supervivientes, como rememora Carlos, solo pudiesen contarla “con voz neutra y monótona, como si recitara una lejana y ajena jaculatoria”, intentando así que no salpicase de nuevo la sangre y se extendiese otra vez el insoportable olor del sufrimiento.

No, no eran monstruos y eso, como diría Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann, los hace aún más terribles. Sería más cómodo si no fueran capaces de hablar civilizadamente o de amar apasionadamente, si no pudieran sentir emoción humana alguna después de ordenar, impasibles, la eficiente y brutal muerte y esclavización de sus semejantes, fueran canarios, gitanos, guanches, judíos, gomeros o rojos. Sería más conveniente si hubieran sido animales sanguinarios, entes extraterrestres, especies incatalogables. Pero eran algo mucho peor que eso, eran humanos, eran la viva demostración de la enorme dimensión inhumana que solo es capaz de alcanzar nuestra propia especie. Y describirlos como humanos es más cruel que ponerles la careta de la monstruosidad o esconderlos tras la apelación a la supuesta moral y mentalidad del tiempo en que vivieron.

Con estos trozos de memoria, reconstruye Carlos Álvarez su estupendo mosaico. No se limita a alongarse, novelero como es, sobre un momento capital de la historia de ellos y de nosotros, sino que margulla en el pasado de una manera personal y cálida, con su sabia dosis de sentido del humor, convertido en un testigo fiel pero, sobre todo, cercano y comprometido. Incluso le asalta al lector la sospecha de si no se habrá colado el novelista en su propia obra, trasmutado caleidoscópicamente en algunos de los personajes, dejando rastros de su afable identidad en fallidos historiadores sumidos en un eterno mar de dudas -por culpa de Clara, claro-, o en malogrados colonizadores que se pasan al bando de los vencidos y se niegan a usar su propia lengua, maldita de perjurios y mentiras. Gracias a esa inmersión cálida y real, podemos los lectores viajar en el tiempo, conocer el paisaje físico y humano que da sentido y coherencia a los simples sucesos, recrear las vivencias y las emociones de personajes y figurantes, comprender la historia no solo a través del conocimiento, sino de las emociones. Y así es más fácil de aprender y más difícil de olvidar.

Por eso el libro no solo es una magnífica novela, sino un estupendo ejercicio de inmersión y recuperación de la memoria histórica y prehistórica de Canarias. Una hermosa construcción literaria y una fiel reconstrucción histórica sobre un tiempo mágico y trágico y alrededor de una protagonista tan atractiva como repulsiva, de la que nuestra desmemoriada generación, siempre ayuna de incentivos visuales, apenas llegó a tener la tardía y maliciosa imagen de una señora que, en tiempos en que su reina no se cambiaba de camisa durante meses, ella se la quitaba con excesiva frecuencia. Literatura e historia para recuperar la memoria, recuperar la sonrisa y, sobre todo, recuperar el disfrute de leer un libro absorbente. Y cuando se acabe, un montón de páginas después, podrá el lector sibarita volver a leerla a sorbos cortos, descubrir nuevos pliegues inadvertidos y paladear morosamente ese regusto profundo de los siglos, tan nuestro.

VERDAD HISTÓRICA, VERDAD NOVELADA

Mariano de Santa Ana

Las relaciones entre la historia y la novela son ambiguas. El historiador selecciona los documentos, organiza los datos, busca la verdad en lashuellas de un pasado irrecuperable y con todo ello hace un discurso que transmite la sensación de necesidad ineluctable en el curso del tiempo. El novelista, el que teje sus tramas literarias con asuntos históricos, busca en el pasado, bien, una evasión del malestar del presente, bien, una interrogación de tiempos anteriores en nombre de las perplejidades del propio presente. Como el historiador, que tiene en la escritura una parte fundamental de su trabajo, el novelista construye su relato con rastros del pasado pero, a diferencia del historiador, supedita éstos a la ficción, lo que da a su obra la complementariedad de una realidad de la que el texto del historiador carece. Quizá por ello algunos historiadores también producen novelas, caso, para ceñirnos al ámbito canario, de Agustín Millares Torres, y algunos otros escriben textos historiográficos con pulso cuasi novelístico: en su monumental Piraterías y ataques navales en Canarias, republicada como Canarias y el Atlántico, el gran historiador Antonio Rumeu de Armas se acredita además como gran estilista. Entre historia y novela se extiende pues un vasto territorio de cuyos dilemas, tensiones y hallazgos sabe bien Carlos Álvarez, que acaba de publicar esa magnífica novela que es La Señora. Beatriz de Bobadilla, Señora de Gomera y Fierro (Hora Antes Editorial, 2012).

La poderosa atracción que en el lector de La Señora ejerce su protagonista, Beatriz de Bobadilla y Ossorio, responde a los múltiples rostros con que la retrata Carlos Álvarez -seductora, intrigante, leal, cruel, ambiciosa, repudiada, sumisa, tirana, audaz, víctima-, así como a los escenarios por los que transita esta noble castellana de la que se sabe que nació en 1462 y que murió en 1501, que perteneció a la corte de los Reyes Católicos y que fue apartada de la misma por los celos de la reina, quien amañó para ello su boda con Hernán Peraza, señor de La Gomera y El Hierro.

Las crónicas aportan algunas pistas más sobre esta dama, pero mantienen su figura en la penumbra, siempre tras los hombres –sus dos esposos, Hernán Peraza y Alonso Fernández de Lugo, y supuestos amantes como Fernando el Católico y Cristóbal Colón– con los que compartió su vida, que desde su juventud transcurrió casi toda en La Gomera. Un personaje borroso, pues, y una isla sin el peso de la memoria escrita, cuya cultura originaria fue además arrasada por los conquistadores europeos. Carlos Álvarez ha estado mucho tiempo atrapado en esta zona oscura, persuadido de que allá donde no llegaba la verdad histórica podría hacerlo la novela, una novela entendida como imaginación moral, esto es, como artefacto capaz de aproximar al lector, y al propio autor, al fantasma de Beatriz de Bobadilla, una novela por tanto, que tomaría su impulso generador, más que de los placeres de la fantasía, de la persecución tortuosa de una verdad ficcional.

Otros han hablado ya en estas mismas páginas sobre los personajes históricos convertidos en personajes novelescos, sobre los acontecimientos con que se imbrica la trama y sobre diversas dimensiones literarias de La Señora. Quizá sólo reste insistir entonces en la capacidad del autor para levantar un espacio icónico nuevo.

La historia, es un lugar común no siempre tenido en cuenta, se desenvuelve no sólo en el tiempo, también en el espacio. La Gomera, el Archipiélago Canario de los albores de finales del siglo XV y comienzos del XVI, no pertenece al espacio europeo, pero tampoco al americano, con el que a veces se le quiere asimilar. Ni Europa, cuyos centros de poder político y religioso resultan remotos desde estas manchas en el mapa, ni América, cuyo descubrimiento hace exclamar en la novela a la aristócrata que “ya no estamos en el fin del mundo”, ni un África geográficamente próxima pero culturalmente extraña, que Carlos Álvarez introduce con ocasión del viaje de la Bobadilla a Berbería para pagar el rescate de Alonso Fernández de Lugo, su segundo marido, La Gomera en los albores de la modernidad es un espacio casi tan espectral como lo es la propia Beatriz de Bobadilla, y en cuya representación el novelista se ha empleado con extrema destreza.

Con esta nueva novela, en fin, Carlos Álvarez renueva el diálogo con la historia que ya había emprendido con La pluma del arcángel, en aquella ocasión con una interlocución fecunda con historiadores de la altura de Alberto Anaya y Francisco Fajardo Spínola, y esta vez con la presencia, como prolongación de La Señora, de un sabrosísimo epílogo que ha corrido a cargo de ese maestro de historiadores que es Antonio de Béthencourt Massieu.

 

Canarias Mediodía – Entrevista al escritor y periodista Carlos Álvarez

Escuchar en la página de RTVE a la carta:
Canarias Mediodía-Entrevista al escritor y periodista CARLOS ALVAREZ, autor de la novela «La Señora. Beatriz de Bobadilla. Señora de Gomera y Fierro».

Escuchar entrevista, archivo mp3:

 

ENLACES

BLOG de ALEXIS RAVELO

Nuestra maquiavélica señora

TAM TAM PRESS

Carlos Álvarez novela la conquista de las Islas Canarias en ‘La señora’

  1. Fernando Betancort Reyes

    Extraordinaria novela histórica la que nos ofrece Carlos Álvarez.

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